Los Pishtacos
Por la década de los sesenta, cuando la hacienda azucarera Paramonga florecía, se empezó hablar muy fuerte sobre unos siniestros personajes llamados Pishtacos. Temibles supuestos asesinos que provistos de una larga caña con una filuda hoz en la punta, degollaban a sus ocasionales víctimas que tenían la desgracia de cruzar por los cañaverales.
Realidad o ficción, lo cierto es que hasta conocidos personajes de la zona entre Paramonga, Pativilca, Barranca y Supe, eran acusados de ser Pishtacos cuando repentinamente mostraban signos de exteriores de riqueza. Es que se creía que estos demoniacos personajes vendían los cadáveres a los hacendados azucareros para que, con la grasa humana, aceiten las maquinas de sus fábricas.
“Es que el aceite del cuerpo humano es más fino y especial para mantener la maquinaria”, decían los lugareños.
Así, en el mismo cuadro de misterio y especulación popular, se afirmaba que los Pishtacos también vendían los cuerpos de sus victimas a empresas constructoras, para que sean empleados en las estructuras de sus edificaciones. Cuando se construyó el extenso puente Simón Bolívar sobre el río Pativilca, se corrió la voz que en cada una de las enormes columnas de concreto y fierro del puente, habían colocado un cadáver humano, de pie, para que sostengan poderosamente las estructuras que se asentaban sobre ellos.
La fantasía, basada en algunos hechos reales, crecía aún más cuando de 50 peones que se embarcaban en enormes camiones para trabajar en las diversas haciendas del Norte Chico, solo regresaban a los mucho 45 campesinos. Siempre “desaparecían” entre cinco o diez peones; particularmente los que no tenían familiares y “ningún perro que les ladre”, como se solía decir. Los niños de esa época no encontrábamos mejor lugar para los juegos y aventuras que los cañaverales. La caña de azúcar era nuestro mejor aliado para paliar la sed. Las guayabas, pacae, chirimoya, guanábana y plátanos que nacían y crecían silvestres, nos mataban el hambre por varias horas. Los enormes árboles de pacae o sauce que crecían a orillas de los ríos Paramonga, Fortaleza o Pativilca, nos servían de trampolín para arrojarnos a sus aguas y bañarnos placenteramente. De sus mismos cauces extraíamos camarones que con limón, aji y cebolla de chacras vecinas, preparábamos riquísimos ceviches en las mismas piedras, anchas, blancas y limpias que asemejaban a hermosas fuentes de porcelana.
Aún si caminábamos lejos, no importaba las advertencias de mamá. “Chicos, no vayan a los cañaverales, cuidado con los pishtacos”, solía decirnos. Nuestra inocencia infantil, la fantasía de la leyenda o posiblemente la desatención de los Pishtacos para con los niños (se decía que los niños no servían ni para aceite ni para los muros), nos hacía gozar a plenitud el amor a la naturaleza, a nuestra tierra y a sus frutos.
Félix Jó